Cualquier tiempo pasado nos parece mejor
Los seres humanos somos muy
contradictorios. Nos ponemos nostálgicos a menudo recordando los juguetes con
los que nos divertíamos en nuestra infancia o las series de dibujos animados
que veíamos, e incluso ponemos muecas de cariño al recordar la tecnología que
usábamos antaño. Pero luego nadie propicia que su hijo pequeño juegue al pilla-pilla,
en la televisión se emiten mayoritariamente series en 3D y queremos tener el
móvil con la pantalla más grande posible. Es decir, nos gusta recordar el
pasado pero luego que se quede donde está, que no se mueva de ahí ni perturbe
nuestro presente.
¿Qué nos ocurre entonces? Si
consideramos que era más sano jugar con tus amigos en la calle con una pelota,
¿por qué comprarle a los niños videoconsolas y tablets? Si series como Heidi, Oliver y Benji o Delfy y sus
amigos funcionaron para transmitir valores educativos, ¿por qué realizar
series protagonizadas por niños que actúan como adultos? Y si fuimos felices
con televisiones sin mando a distancia y con móviles que prácticamente sólo
servían para llamar, ¿por qué estamos obsesionados con poseer aparatos de
última tecnología?
Podría pensar que simplemente se
trata del idealismo con el que miramos todo o a todos los que nos hicieron
felices en un momento dado de nuestra vida, deleitándonos en el terreno seguro
de lo que fue y ya no es, que no nos pide nada a cambio. Podría pensarlo; si no
fuera porque estoy convencida de que, detrás de esa melancolía por lo vivido,
hay un poso de verdad del que podemos aprender. Tal vez la clave esté en buscar
el equilibrio entre lo nuevo y lo antiguo. En disfrutar del avance de la
tecnología y de la información sin olvidar esas cosas que nunca quedarán
obsoletas: jugar en la calle, merendar pan con aceite, hacer un puzzle, ver la
televisión en familia.
No perdemos nada por intentarlo. Que el tiempo que nos debería parecer mejor es el presente.
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